Llegaban con sus camiones llenos de verduras y frutas, todos
al gran mercado central de los Urales. Gentes del Cáucaso, todos iguales,
cansados del viaje, sudados y sucios, esperando vender bien su mercancía.
Y siempre los esperaba la “vieja” con la que tuve buenos
tratos durante bastante tiempo. Tenía un piso con tres habitaciones y en cada
una de ellas colocaba a cinco o seis de “esos” por uno o dos días. Los tenia
bien apiñados y les iba convenciendo de que tenían que follar, que sino no
eran hombres, que no follarse a una chica joven no era bueno y que ella tenía
buenas hembras.
Quince años tenía yo cuando la encontré y empecé a visitar su piso y a sus inquilinos. Con quince años y en la calle tenía que sobrevivir de alguna
manera y en esas visitas a esas habitaciones masificadas sacaba una buena
tajada.
El precio era bajo, pero pasar por 14 o 15 hombres daba una
buena cifra y era rápido. Los esperaba en cualquier habitación e iban entrando
uno detrás de otro. Esos eran como conejos: pim, pam, dentro y fuera y yo me
iba con una buena cantidad de dinero descontada la comisión de la “vieja” y sin
recordar ninguna de las caras de esos hombres bruscos, sucios y mudos.
No era lo ideal, no, pero yo tenía que sobrevivir y lo hice.
Además después la vieja me presentó a amigas suyas que hacían lo mismo que ella
y así pude ganar dinero para pagar el piso de alquiler, la ropa y la comida, lo imprescindible para poder seguir adelante. Ahí también conocí a otras chicas como yo, las cuales después me acompañaron durante mucho tiempo por mi viaje de la vida.
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